Miercoles, 18 de Febrero del 2009

El Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.
Gálatas 2:20


El mayor amor

Se cuenta que Ciro, rey de Persia, hizo la guerra a un país vecino, lo conquistó y tomó prisionera a la familia del príncipe. La hizo comparecer ante él y dijo al príncipe: –Aquí están tus hijos; que ahora son mis prisioneros. Puedo venderlos como esclavos. ¿Qué quieres darme por la libertad de tus hijos? El príncipe le contestó: –Todo lo que poseo. –Bien, dijo Ciro, tus hijos son libres y tus posesiones me pertenecen. Aquí también está tu esposa, que ahora es mi prisionera y puedo venderla como esclava. ¿Qué me das por su libertad? El príncipe volvió a decir: –Todo lo que poseo. Entonces Ciro repuso: –No puede ser, pues ya me diste todo lo que posees por tus hijos. Ya no tienes nada. El príncipe contestó: –Quiero dar mi vida por ella. Toma mi vida y libera a mi mujer. Entonces Ciro dio la libertad a toda la familia sin hacer pagar un rescate.
Cuando el príncipe y su familia volvieron a su país, todos hablaban de Ciro, menos la princesa. Finalmente su esposo le preguntó: –¿No notaste algo especial en él? –No, nada, repuso ella. –¿Cómo?, le dijo el príncipe, ¿no tienes nada que decir de un hombre que fue tan generoso con nosotros? Entonces ella contestó: –¿Cómo podría pensar en otro hombre que no sea aquel que estuvo dispuesto a dar su vida para librarme de la esclavitud? No puedo hablar de otro ni pensar en otro.
Este príncipe no necesitó morir, pero nuestro Señor Jesús murió por todo aquel que cree en Él.
“En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros” (1 Juan 3:16).




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© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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Sábado, 14 de Febrero del 2009

La paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.
Romanos 6:23

La rabia

En el año 1889, el luchador Louis Launey fue llevado a la tumba. Delante del coche fúnebre caminaba un grupo de hombres que llamaban la atención por sus fuertes estaturas: los atletas de París honraban por última vez a su compañero.
¿Qué había ocurrido? El gran perro que Launey había criado, de repente había contraído la rabia y había mordido a la mujer y al hijo del atleta. El veterinario que chequeó al perro dijo: –Hay que matar a este animal. –Esto puede hacerse rápidamente, repuso el atleta. E, inmediatamente con sus fuertes brazos, apretó al animal y lo ahogó. Pero durante esta lucha a muerte, el perro mordió a su amo. La pequeña herida apenas era visible. –No tiene importancia, dijo Launey, confiando en la fuerza de su físico.
Luego llevó a su mujer e hijo al Instituto Louis Pasteur, fundado el año anterior por el médico que llevaba ese nombre y que había descubierto la vacuna antirrábica. Allí fueron curados a tiempo, pero Launey no quiso que lo tratasen. Poco después, una mañana, ese fuerte hombre tuvo una terrible crisis que manifestó los síntomas característicos de la infección. Esa misma tarde terribles dolores pusieron fin a su vida. Él había pensado: «Mi esposa y mi hijo necesitan a un médico, pero yo no».
Esta es la excusa que muchos ponen para rechazar el mensaje de la divina salvación. Pero la gracia de Dios en Jesucristo es el único medio que puede salvar de la muerte eterna al ser humano envenenado por el pecado.




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